La vida entera

Soy un cubano errante con ciudadanía dominicana. A mucha honra. Un extranjero que escribe para ganarse la vida, o perderla. He resistido mientras otros siguen ordeñando la gran ubre para mantenerse en el poder. Sueñan con un paraíso que no existe. En las buenas y en las malas, he permanecido, estoico porque he aprendí a encontrar un camino muy personal que me lleva al final de mis días despeinado y sin bigote. Para muchos, mi posición, más que envidiable, es relativa, y lo entiendo, porque he aprendido a no vivir bajo la falda de nadie. Dicen que los únicos ganadores son los que controlan el juego, es decir, los dueños del bate la pelota y el terreno. Sin embargo y a pesar de mi férrea voluntad, soy débil, vulerable e invisible. Leonte Brea sostiene que la lealtad no es gratuita. Pero la mía carece de valor. Me he sumado al bando de los iconoclastas y siento orgullo cuando otros leen lo que escribo y anotan frases, o las hacen suya con algún que otro aporte personal para guardar las formas. He perdido dinero pero, a fin de cuentas, no he perdido nada porque he mantenido la frente en alto frente a otros que pierden reputación.

Quienes me conocieron una vez se sorprenderán por mi figura actual. He aprendido a cocer habicuelas pintas, a decorar espacios inseribles, sobre todo por dentro, por ese lugar donde la lluvia deja un aire desgarrado una y otra vez. El único camino que existe ya lo he recorrido. Por eso olvido y pienso en la terrible lealtad de los duendes que se llevan lo que pueden con sus pinzas ocultas, silenciosas, y se lanzan al mar cuando las aves caen en picada o su equipo de fútbol preferido se va en bancarrota.

El sexo no es la única forma de conocer a una mujer. Tal vez sea lo menos importante porque saca el instinto animal unos minutos. Y se apaga. La mujer es un libro no siempre abierto para entender su segunda lectura, mientras el hombre juega a ser fiera acorralada que solo sabe dar zarpazos a ciegas, sin pensar que al siguiente día él los va a recibir de una forma menos feroz, más dolida.

En cierta ocasión, saqué mis jaulas del desván. Las lustré y fueron en busca de pájaros. Posaron junto a árboles sembrados en un pequeño riachuelo donde la vida era ajena, y crecían enjambres de insectos salvajes. Los pájaros entraban y salían en busca de una falsa ilusión locomotriz, mientras yo roncaba en vez de vigilar. Y al anocher tuve que marcharme con mis jaulas vacías porque en definitva, yo no era quien buscaba ese tipo de captura. Otros pájaros, como aquellos promovidos por Alfred Hitchcock en su filme tan incomprendido, tal vez destruyeran aquellos artefacdtos a picotazos limpios.

En Cuba un desempleado no tenía mucho que hacer y le daba lo mismo pecnortar en las márgenes un riachuelo casi seco que en el zoológico junto a los caimanes que miraban de reojo a todas partes esperando que algún idiota cayera al agua.

Me entretenía en las filas comerciales, ya bien en busca de un pan para el desayuno de mis hijos o en la pescadería donde se pudrían cabezas de pescado racionadas. Preferí sobrevivir y no portar lealtad al poder a cambio de una palmadita en el hombro, o algún aguinaldo en Año Nuevo.

Salí de Cuba un amanecer. Me despedí de mis padres el día anterior. Ellos ejercieron la custodia de mi pequeño hijo de seis años que al siguiente día, y de manera puntual, debía saludar marcialmente la bandera antes de entrar a clases llevando alredeor de la camisa blanca una pañoleta roja que todavía me trae recuerdos nefastos.

MI hija y la que todavía era mi esposa me acompañaron al aeropuerto y allí permanecieron hasta que mi avión salió con destino a Santo Domingo. A los pocos meses, ambas perdieron la esperanza del reencuentro inmediato y, poco a poco, el mar les caía encima. Pienso que al fin y al cabo, la lealtad tiene valor de cambio como me lanzó a quemarropa Leonte Brea. Tiene un precio que no todos están dispuestos a cobrar. No sé si me explico: Entre jaulas, pañoletas, despedidas, oleaje a contraluz y filas en busca de pan, transcurre una conexión con olor a tierra descubierta. Supe no morir cuando todos me dieron por perdido. Todavía ando haciendo rabiar a los ilusos, pero ahora, mientras falsean sonrisas, viajo en libertad entre los que consideran que la lealtad sobrevuela sobre cardúmenes de peces, como aves encerradas o gaviotas dispuestas a morir por salvar sus propias huellas.

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