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La inconstitucionalidad de los arts. 21 y 22 de la Ley núm. 53-07

En virtud del art. 40.13 de la Constitución, ninguna condena puede recaer por conductas comisivas u omisivas que “[…] al momento de producirse no constituyan infracción penal…”, postulado básico del Estado de derecho que recoge el muy conocido aforismo “nulla poena sine lege”. La sistemática interna de las normas sustantivas obliga a entenderlas como una suma de instituciones dotadas de una lógica integradora uniforme, por lo que dicho precepto debe interrelacionarse con el art. 40.15: “A nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no manda ni impedírsele lo que la ley no prohíbe…”.

De ahí que la única fuente de derecho susceptible de prohibir un comportamiento con reproche de culpabilidad y punibilidad, sea la ley, que para que satisfaga su misión, debe establecer con claridad meridiana cuál es el hecho punible. El legislador, por tanto, debe evitar supuestos vagos y conceptos excesivamente abiertos que imposibiliten la subsunción del hecho real en el tipo penal. Eso explica las cuatro consecuencias “[…] plasmadas en forma de prohibiciones, de las cuales las dos primeras se dirigen al juez, y las otras dos al legislador: la prohibición de analogía, la prohibición del derecho consuetudinario para fundamentar o agravar la pena, la prohibición de retroactividad y la prohibición de leyes penales indeterminadas o imprecisas”, como enseña Claus Roxin.

Refiriéndose a esta última, más conocida como lex certa o principio de taxatividad, nuestro Tribunal Constitucional afirmó en su TC/0920/18 que “[…] el hecho u omisión punible debe ser de tal claridad, que permita que su destinatario conozca exactamente la conducta antijurídica y la sanción aplicable”. De modo, pues, que la ley debe aportar una descripción límpida del comportamiento que sanciona, cuya concreción obedece, entre otras razones, al interés de reducir la esfera discrecional del juzgador y al de asegurar el principio de seguridad jurídica.

No sin razón, el Tribunal Constitucional español ha considerado también que todo tipo penal debe “[…] contener el núcleo esencial de la prohibición y satisfacer la exigencia de certeza”. Pero, ¿a qué viene este largo exordio? Lo explicamos: conforme al art. 21 de la Ley núm. 53-07, “La difamación cometida a través de medios electrónicos, informáticos, telemáticos, de telecomunicaciones o audiovisuales, se sancionará con la pena de tres meses a un año de prisión y multa de cinco a quinientas veces el salario mínimo”. A su vez, el art. 22 establece que la “[…] injuria pública cometida por medios electrónicos, informáticos, telemáticos, de telecomunicaciones, o audiovisuales, se sancionará con la pena de tres meses a un año de prisión y multa de cinco a quinientas veces el salario mínimo”.

La técnica legislativa no pudo ser peor. Para empezar, la “injuria pública” apenas se prevé en el art. 368 del Código Penal, siendo el sujeto pasivo nada menos que el presidente de la República. Luego, la injuria, pero a secas, se contempla en el art. 367 del mismo cuerpo legal y en la parte in fine del art. 29 de la Ley núm. 6132, que al no apellidarse “pública”, descarta la posibilidad de su configuración sobre la base de un reenvío tácito.

La aceptación de la remisión complementaria en materia penal no es del todo pacífica, aunque siendo honestos, un sector mayoritario acepta la ley penal en blanco. Eso sí, condiciona su validez a que la cláusula de reenvío sea suficientemente específica, pues de otro modo no sería posible integrar el vacío normativo ni conocer la actuación penada. ¿Son definidas la difamación y la injuria en otros textos? Claro que sí, pero los arts. 21 y 22 no remiten a ellas para poder asumir los supuestos de hecho que uno ni otro desarrolla total ni parcialmente.

No ignoramos que el art. 63 de la Ley núm. 53-07 dispone que “Los términos no contemplados en esta ley se regirán…” por un elenco de legislaciones, entre los cuales se menciona el Código Penal. Sin embargo, esa especie de remisión es tan abstracta y genérica que resulta inefectiva para delimitar la conducta típica. En efecto, difamar e injuriar son verbos, no “términos”, que es lo que la ley en mención manda a aplicar frente a lo que ella no contempla.

El verbo es la parte de la oración que nuclea el predicado mediante la expresión de una acción, concepto que no tiene ninguna de las acepciones del vocablo “término”. Insistimos en nuestra crítica a la técnica legislativa, porque lo correcto hubiese sido que ese art. 63 dispusiese que los supuestos de hecho de los tipos de la Ley núm. 53-07 se complementarían con los de los ilícitos previstos en el Código Penal. La inconcreción de esa suerte de cláusula de remisión, unida a la carencia en los arts. 21 y 22 de verbos rectores, elemento estructural indispensable para definir la tipicidad de toda conducta reprochada, no deja otra alternativa que tantear a ciegas el contenido de uno y otro injusto, lo que indudablemente quebrantaría los principios de legalidad y de seguridad jurídica.

Sin cláusula de reenvío expresa, los tipos penales tienen que cumplir, prioritaria e intrínsecamente, con el principio de taxatividad. Para decirlo más claramente, la oración gramatical del ilícito debe ser completa: sujeto, verbo y predicado; si faltase el verbo, no habría acción ni omisión. Por consiguiente, sería imposible unir el contenido de los arts. 21 y 22 con los elementos de culpabilidad y punibilidad, llevándose de encuentro el principio de taxatividad o de lex certa que viene aparejado de los arts. 40.13 y 40.15 de la Carta Magna, y que en palabras de Fernando Castellanos Tena “[…] sirve para describir la acción prohibida en el supuesto de hecho de una norma penal”.

Los maestros Francisco Muñoz Conde y Mercedes García Arán concuerdan: “[…] debe hacerse constar de forma específica y detallada, en virtud que en algunos países que adoptan un derecho penal moderno, no es aplicable la analogía, por lo tanto, la conducta debe ser específicamente detallada”. Como hemos explicado, las normas en análisis apenas hicieron constar los medios y las sanciones, y no es ocioso recordar que la teoría del delito induce a la realización de tres juicios sucesivos, incluido el de la contrariedad con la norma, es decir, si lo actuado es antijurídico, lo que resulta una quimera en el caso que merece nuestra atención.

Desde antes de su STC 53/1994, el Tribunal Constitucional español reconocía el mandato de certeza como una exigencia del principio de legalidad:

“En la garantía material de la ley penal, en efecto, existe una estrecha asociación entre los principios legalidad y tipicidad de la ley penal y los de libertad y seguridad jurídica, principios estos que son esenciales en el Estado de Derecho (STS 219/1989), pues las normas sancionadoras han de ser no sólo lex scripta y lex praevia, sino también lex stricta y lex certa”.

Lex certa es de lo que se adolece, debido a que no describen las conductas constitutivas de difamación e “injuria pública” de conformidad con unos mínimos que posibiliten predecir, con un grado de certeza, cuál es la voluntad humana que causa o evita una modificación en el mundo exterior. Saltan de la mera mención de los ilícitos a los medios conductores, para recalar luego en la sanción imponible.

Aunque nos hemos auxiliado de la doctrina y jurisprudencia comparadas para poner de manifiesto la vulneración al principio de taxatividad, hemos dejado como colofón lo que al respecto ha decidido el intérprete auténtico de nuestra Carta Sustantiva. En su TC/0092/19, ante la ausencia de descripción típica de la difamación que “sancionaba” el art. 44.6 de la Ley núm. 33-18, conjugada con la falta expresa de remisión legislativa, no titubeó en expulsarlo del ordenamiento jurídico:

“Las normas deben bastarse por sí mismas y, en caso del precepto impugnado, no queda claro si para la determinación de los elementos constitutivos del delito de difundir “mensajes negativos” por las redes sociales que “empañen la imagen” de los candidatos, el juez penal solo puede recurrir a las definiciones del Código Penal, que tipifica la difamación… y la injuria… De ser esta la intención del legislador, debió establecerlo de manera directa, repitiendo la definición consagrada en dicho código y agregando las nuevas circunstancias… pero no consagrar de manera amplia y ambigua lo que aparenta ser, actualmente, una nueva tipificación de los delitos de difamación e injuria con la pena, dicho sea de paso, más alta entre todas las comprendidas por el Código Penal para dichos delitos”.

Es lo que ocurre con las normas que nos han movido a escribir, ninguna de las cuales precisa –cabe repetirlo una vez más- las manifestaciones de la conducta que tienen la idoneidad suficiente de menoscabar la honra o buen nombre. Lisa y llanamente, sin verbos nucleares no hay acción, y sin acción, no hay conducta constitutiva de ilícito punible. Y sin cláusula de remisión expresa, es utópica la unidad e integración normativa de los arts. 21 y 22, todo lo cual nos conduce a una única conclusión: su no conformidad con la Constitución.

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