Una ética racional

La vida por sí misma está cuajada de dimensiones, tanto cósmicas como históricas, que nos encienden el soplo creativo, ante el cúmulo de realidades sorprendentes y el conjunto de fisonomías distintivas, anímicas y materiales, intelectuales y afectivas, que caracterizan a una sociedad y que abarca, los diversos cultivos, ya sea de la ciencia, el arte o las letras, las tradiciones, creencias, principios y valores. De ahí que, en unas organizaciones cada vez más diversificadas, complejas y acomplejadas también, resulte indispensable activar la ética racional, al menos para garantizar una interacción armoniosa entre las diversas percusiones. Indudablemente, requerimos compartir la dimensión de los conocimientos, pero también desmembrarnos del individualismo para conjuntar la estética de los modales con la ética de las responsabilidades. Donde hay unificación de capacidades y comunión de experiencias, conjuntamente nacen momentos de concordia y nos renacen instantes de paz.

Al igual que los solsticios y equinoccios simbolizan la fertilidad de la tierra, los sistemas de producción agrícola y alimentaria, el patrimonio cultural y sus tradiciones milenarias, contribuyen a hacer comunidad; asimismo la persona debe hacer familia, en base al fundamento de una ética universal que tratamos de obtener a partir de nuestro propio pulso humano. Por ello, quizás tengamos que explorarnos más, para que podamos trabajar juntos, con la comprensión justa y el mutuo reconocimiento al análogo, que es lo que nos hará ser cooperantes y ayudar a reflexionar sobre esta fuente de la moralidad personal y colectiva. Sin duda, nuestra mayor fecundidad va estar, precisamente, en ese impulso nuevo para poner en práctica las exigencias humanizadoras de la ley natural, injertadas al raciocinio de la luz mística; y así, poder descubrir la expresión de la sabiduría, de la belleza y de la bondad providencial, la cual nos ha donado el anhelo y la ilusión como compensación a los cuidados vivientes.

Desde luego, no hay mejor interconexión que declararse ciudadano del mundo, con lo que esto conlleva de conocerse y de reconocerse como parte del sueño, mediante una comunicación recíproca, que es lo que nos pone en la buena orientación, para contribuir a la construcción de un mundo más solidario. La búsqueda de este lenguaje ético racional común concierne a todos los seres humanos. Será bueno, por consiguiente, que sigamos el quehacer de los solsticios y equinoccios, que además están conectados con las estaciones, las cosechas y el sustento. En consecuencia, acopladas las vivencias, reagrupadas las colaboraciones entre latidos diversos, se llega a alcanzar la conciencia, la experiencia de una llamada interior a realizar el bien y a evitar el mal. Indudablemente, sobre este precepto se apoyan los otros mandatos de la norma oriunda. Tanto es así, que la vida no es aceptable a no ser que el cuerpo y el espíritu convivan en sana voluntad, bajo el hálito del respeto congénito.

La mente se engrandece ante una nueva idea o sensación, atrás quedan otras dimensiones; necesitamos evolucionar, pasar página y poder adentrarnos en una naciente época, marcada por profundos cambios sociales. Ahora bien, sólo si el hombre es protagonista y no esclavo de los mecanismos de producción, la empresa se convierte en una verdadera comunidad de individuos. Tenemos que dejar de mortificarnos, tampoco podemos continuar destruyendo la tierra, todo esto lo que nos demanda es un profundo acatamiento de la naturaleza en general, una concepción unitaria integral de la savia humana, o tal vez, del ser humano; una rigurosa relación entre el proceder personal y la actuación profesional, con una visión auténtica a través de los ojos del alma. La gran crisis del momento, pues, radica en que somos demasiado autocomplacientes y pensamos que ya se han llevado a buen término todos los ideales. No olvidemos jamás, que es maravilloso estar vivo, aunque sea molesto y nos canse.

Tras el cansancio, vuelve el entusiasmo, sabiendo que la fuente existencial radica en la mutación¸ hasta llegar a vivir seriamente por dentro, para hacerlo más sencillamente por fuera. Incluso para morir es preciso saber morar viviendo. Nuestras obras están en nosotros, lo importante es ordenarnos y reorganizarnos este destierro por el que caminamos, sin apenas darnos cuenta, con la consabida lealtad al verdadero apego por el que fuimos concebidos, armonizando los diversos caminos con el rigor auténtico, humanizando las relaciones interpersonales e informando correctamente de los esfuerzos de donarse, a fin de garantizar una compañía adecuada en protección social universal, algo que todos necesitaremos antes o después. Ahora bien, cuando los derechos se plantean solamente en función de su brío legalista, corre el riesgo de convertirse en meros titulares incumplidos. Precisamos vivir, desde luego que sí, pero desvividos por el amor de amar amor, para poder renacer tras las noches con nuevas esperanzas. Dicho queda.