Cultura, economía y geopolítica: el dilema del bienestar de los artistas
A nivel global, las instituciones y personas dedicadas al estudio y sondeo del mercado artístico vienen dando cuenta de un relativo remanso en las riadas de estos negocios.
Una tendencia que sin dudas potenciará cuando terminen las dos guerras hoy en curso porque los capitales están ávidos de correr presurosos a invertir en las reconstrucciones de las devastadas Ucrania y Palestina. La llegada de esos dos momentos y hechos, buenos para el mundo y la gente de esos pueblos, podría significar, sin embargo, riesgos ostensibles; entre ellos: el incremento de los costos de los servicios financieros para muchas naciones de “economía media” y “en vías de desarrollo”.
El cambio de manos del gobierno estadounidense y la declarada intensión del presidente electo en esa nación, el señor Donal Trump, parecen, hasta hoy, comprometerlo con impulsar tal corriente de acontecimientos.
Para las artes y artistas habrá menos dinero disponible, al menos desde que las opciones de invertir en las reconstrucciones de esas naciones se perciban carentes de riesgos por los tenedores de capitales. Si los riesgos persisten, los tenedores de arte continuarán reteniendo sus artefactos como inversión segura y el flujo financiero hacia las artes podría continuar más o menos estable. Sin embargo, en las naciones como las nuestras, donde las autoridades culturales declaran que la falta de valoración y estima públicas e institucionales por la cultura, los intelectuales y artistas constituyen el primer factor obstructivo del desarrollo sectorial, de sus actividades y, por consiguiente, del bienestar de quienes en ellos participan, las cosas no pintan saludables. Al contrario: se teme que surjan incrementos ostensibles de los niveles de complejidad.
Esa previsión es fundada en que, si el sistema infravalora al sector y a sus actores, estos —a su vez— actúan marginados de él, incluso económicamente, tanto como pueden. De tal modo, el gobierno ni alguien saben cuánto mueve una disciplina artística en su economía. Excepto el cine. Aunque podrían saberlo de forma indirecta. Tal infravaloración genera irrespeto hacia profesiones por doquier reconocidos como valiosos. Desde el diseño aplicado a aparatos de consumo de alto calaje a la realización de artefactos destinados al placer espiritual, al consumo eminentemente estético… En los próximos diez años, entonces, a menos que gobiernos y actores culturales busquen un punto de encuentro a los fines de realizar sus mutuos intereses en un esquema de armonía sustentable y rentable, la problematización del sector cultural puede anticiparse sin mucho esfuerzo.
El problema es cómo resolver un dilema que involucra lo que todos rehuyen: impuestos. Y también lo que el sector público obvia hasta donde le es posible: idoneidad del desempeño de la cartera oficial de cultura.
Otros escenarios de endurecimientos son previsibles porque si las economías se ven afectadas por la falta de acceso a capitales foráneos e inversión extranjera directa, los costos de vida incrementarán a la par que la devaluación de los signos monetarios.
Por eso adquiere relevancia vital que los actores del sector cultural permanezcan unidos y activos. Especialmente donde los dividen tonterías partidistas y conductas egocéntricas de carácter patológico.
Ante nubarrones tales, urge llevar paraguas. Así que: Artistas e intelectuales, ¡uníos!