Apuntes sobre geopolítica, mitos y “desrealidades” postmodernas
Si algo trae crispados los razonamientos de la gente en estos días de infinita felicidad es la escala agigantada que a diario adquiere —e incrementa— la dura y tangible presencia de lo relativo.
Para quienes inauguran sus días despertando aferrados a comodidades, zonas confortables e intereses propios y exclusivos; contando que a lo largo de las horas las pavas continuarán poniendo donde ponían, corren el riesgo de sufrir frustrantes sorpresas porque con los avances que a cada milisegundo logran las ciencias y, desde su saberes, aplican las tecnologías para impactar los modos de ser, sentir y pensar de las personas y todo cuanto habita en el planeta, es imposible dar por cierto o sentado que las cosas y las vidas que habitan los reinos de este mundo continuarán siendo iguales que ayer, que anteayer, que tras antier…
No hay que ser doctos ni pretender sapiencias para atestiguar cómo la humanidad “busca la vuelta” a los sufrimientos, tragedias y riesgos; a toda situación que se le presente disfrazada de afectos, ocultando el reverso insidioso con que cerrar sus caminos busca, obstruir sus avances, impedirle realizar visiones y misiones; obstruir, en fin, sus talentosos procesos... Que decidieron, en fin, existir y ponerse en marcha con el espurio objetivo de torpedear eso que la gente desea más que todo: continuar sonriendo, ser felices, sobrevivir con dignidad, digo, por ejemplo.
Algunos elaboran sofisticadas tesis, recurren a los escépticos del siglo IV a. C.: a Pirrón de Elis, a Timón de Filonte, a Sexto Empírico, verbigracia, para saltar a Michel de Montaigne del siglo XVI y ondear orondos aquellas tesis sobre el desorden social como explicación y origen de lo que a diario la mayoría siente: incertidumbre, es decir el conjunto de factores amenazantes que conspiran para configurar un estado de cosas imposibles de dar por ciertas para siempre, de escasos rasgos verificables o creíbles; carentes de garantizar algo, con debilitadas capacidades de resguardo, sin capacidad de solucionar algo o de aporte.
Es de donde emerge eso que hoy se tipifica de espacio o condición postmoderno: el imperio de la relatividad, la hegemónica noción de lo cambiante, de lo carente de eternidad y, por consiguiente de importancia, interés o de sentido; de la carencia de valor de cuánto y quienes de mérito tienen pío.
En tal entorno las cosas y realidades no son lo que fueron o, al menos, como habían sido percibidas, pensadas y expresadas. No serán tampoco, entonces, lo que parecen. No hay seguridad de que puedan volver a serlo y, en consecuencia, surge ese monumento conductual colectivo que adora y erige altares a Albert Einstein: el universalismo relativo.
No consiste, en este caso, en un hecho físico sino de otro: doctrinario y ético. Por consiguiente, el cochero que atiza a los burros para que tomen los rumbos y se dirijan a los derroteros que fuerzas ajenas a los equus africanus asinus “a su favor” preconcibieron y continúan preestableciendo.
Es aquí donde un candidato tipificado de derecha despacha con “la patá´ del burro”, asumiendo posiciones de izquierda; donde los acusados de dictadores ejercen soberbios actos de libertad colectiva y los revolucionarios empiezan, desde los discursos del más rancio comunismo, a esclavizar y colonizar comercialmente a las economías de las naciones más empobrecidas.
Como la lógica está a-lógica es, entonces, previsible que la gente busque, husmee, tras lógicas desconocidas; otras verdades que a veces ni lo son ni les importa serlo. Sabiéndose vivir en el universo de permanente desengaño que le fue notificado sólo ríe a carcajadas, comprando que el sol continúa, cada día, emergiendo y ocultándose. Desde esa comprobación, es natural que erija esas conductas y actitudes que pueblan las redes sociales y traen alarmados a los santurrones del poder y la moral; generando discursos, opiniones y reacciones en las que ovan y prosperan los más airados desprecios e incredulidades. Se creen con derecho a ello pues a la doña le vieron el refajo.
Así los latinos inmigrantes terminan votando abrumadoramente a quienes los estaban denigrando, contrario al pronóstico santificado que continuaba dando el mundo actual como hecho terminado e invariante desde los noventa e, incluso, desde la primera década del siglo veintiuno.
La sorpresa no es asombro sino desconcierto, demostración de falta de previsión, culpa propia; una robusta deficiencia de vitamina A, de Análisis. No hay casualidades en la vida ni en la existencia. Tampoco los cocheros de las adivinaciones, las contingencias o los albures conducen los destinos y metas de los carruajes o acontecimientos. Aunque vayan de choferes.
Es la razón, incluso confundida, la que preña de luz las oscuridades, desnuda las trampas; descubre al fiero y al envidioso; al mediocre y al lacayo para desde su ejercicio solitario erigirse en absoluto; en la razón ciega de sus imprevisibles actos. ¿Verdad que sí, Hegel?
Es que cuanto la gente ha vivido la ha iluminado y continúa iluminándola, para que con el paso de los días gane más certeza, postmodernas o arcaicas; le advierte, finalmente: Oye, gente, en el planeta todo es pasajero, especialmente nosotros, los seres humanos. Todo mal o bien pasa. Y después que escuchan eso, nacen los escépticos.
Después de todo, ¿por qué tan mal etiquetar a políticos que son modelos de sus pueblos; que, por demás, asumen la tarea honorable de defender a los suyos por encima de todas las amenazas y variables, por encima de los pueblos? Cada cual va y está yendo a lo suyo. Degradación es bregar para enclaustrarse uno mismo. De contorsiones del espíritu tales, de humanidad tan retorcida, ¿quién puede saber y ha mostrado más que Francis Bacon? Es obvio: desde las artes se puede filosofar. Hay que preguntar al Maestro: ¿quién ha envilecido a quién: el pueblo al Poder o el Poder al pueblo?
La respuesta quizás es indiferente, pues de P se trata, finalmente.