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La lectura en tiempos de multimedia

Hace unos días, compartí con un grupo de jóvenes durante mi ponencia sobre lectura en la Feria del Libro. Un joven comentó que no le gustaba leer. “Quisiera disfrutarlo, pero no puedo, el texto me aburre. Por querer terminar rápido, predigo las oraciones y salto fragmentos confiando en que entiendo bien. Luego me doy cuenta de que lo entendí todo mal, me frustro y dejo de leer”. Su confesión resonó conmigo, porque también he sentido esa urgencia de “terminar” la lectura, como si fuese una tarea más.

¿Cuándo leer dejó de ser un placer para convertirse en una tarea que “hay que terminar”? Tal vez es una de las características de esta época: prisa eterna, saturación de estímulos y bombardeo de información sobre una tarea –la lectura– que de por sí es cognitivamente demandante. Para leer, el cerebro hace malabares para acceder al lenguaje a través de la información escrita, integrando lo que recibe con su conocimiento previo y manteniendo la información viva en la memoria para hacer sentido de la misma. Si a esta carga cognitiva le sumamos la opción de distraerse con otros estímulos más inmediatos, el cerebro, optimizando energía, optará por lo más sencillo y atractivo. Las pantallas no necesariamente han ayudado. La mayor parte del contenido escrito que muchas personas hoy leen proviene de dispositivos electrónicos. Sin embargo, la lectura en pantalla suele ser más superficial: un escaneo rápido en busca de información clave, en contraste con la lectura en papel, que fomenta un enfoque más pausado y reflexivo. El problema no es solo que leamos en dispositivos, sino que estos están diseñados para mucho más que leer. Incluso si desactivamos las notificaciones, el simple hecho de saber que todo eso está al alcance nos mantiene en estado de alerta. La lectura, que requiere esfuerzo, se vuelve menos atractiva frente a la posibilidad de tareas más sencillas. No es que leer en pantalla esté mal, sino que el entorno digital favorece estrategias lectoras rápidas, condicionadas por la constante promesa de otras tareas más fáciles o estimulantes.

A nivel cerebral sucede algo interesante: cuando repetimos con frecuencia un mismo patrón, dicho patrón se aprende, se automatiza. ¿Será que el constante uso de la estrategia lectora rápida provocada por la lectura en pantalla nos está entrenando en una lectura ineficiente? ¿Será que ahora, cuando intentamos leer textos más largos y más complejos, o que requieren más esfuerzo cognitivo y la integración de un mayor volumen de información, la tarea se nos vuelve demasiado pesada?

Quizás el verdadero desafío no sea elegir entre pantalla y papel, sino encontrar el espacio para una lectura sin prisa. Ser conscientes de las distracciones y reconocer la competencia constante por nuestros recursos atencionales es el primer paso. Pero también conviene darle una pausa a las pantallas para reconectar con la lectura profunda. Regalémosle a nuestro sistema cognitivo no estar todo el tiempo pendientes de que “podemos distraernos”. Reentrenémonos. Tomemos un libro físico en la mano. Con sus páginas, su textura y su olor. 

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