El dedo en el gatillo
Una raro especimen llamado editor
Mi primer trabajo en Santo Domingo fue como editor. Mi entrañable amigo Miguel Sang Ben se hizo cargo de una imprenta para convertirla en editora. Yo sería el encargado de buscar autores conocidos y editar sus libros.
Gracias a la generosidad de Miguel, fui su primer cliente. Bajo el sello de “Editorial Argumentos” publique un millar de copias de una antología de versos, estudios críticos y fragmentos de entrevistas de mi compatriota Dulce María Loynaz, quien por aquellos días recién recibía el premio Cervantes de Literatura en España. Dulce María no era una autora promovida por su país natal. Era una solitaria mujer que vivía encerrada en su casona de El Vedado, en La Habana, donde presidía las sesiones de la Academia Cubana de la Lengua Española. Juana de Ibarbourou ls llamó “La primera mujer de América”.
Después de aquel primer éxito se vendieron las mil copias), sumé al proyecto al Historiador del Deporte Dominicano, Cuqui Córdova, al narrador y crítico de cine Armando Almánzar, y al periodista y decimero Huchi Lora de quien preparé una extensa antología de sus espinelas.
Aquella labor duró solo unos meses porque la imprenta quebró y me tuve que buscar la vida por las calles de Quisqueya.
Me olvidé del oficio de editor de textos ajenos y me dediqué a reescribir y publicar algunos libros que traje de Cuba.
Todo eso ocurrió hasta que me nombraron editor de las páginas culturales de La Nación y Listín Diario. Y en ello, todavía me va la vida.
Editar un libro es como enamorar a una mujer, de esas que rechazan el primer intento de galantería. La obra literaria debe ser tocada con dulzura, con el tacto fino de la lluvia perfumada. Quien lo asume, tratará de inventarle el esplendor; sacar sus hojas marchitas y dejarla en su perfecto estado de belleza. Para hacerlo, deberá acudir tanto a la razón, como a la magia.
Pero hoy, contratar buenos editores es un lujo fuera del alcance del autor. No traen un cartel sobre el pecho que los identifique. Este oficio posee un un tufo mercurial.
Hay libros que dan gusto leer solo por la calidad de su edición. Otros de gran interés, carecen perfección.
En la República Dominicana, los buenos editores viven en bajo perfil. Semejante tarea, al igual que la corrección de estilo, siempre termina en manos del propio autor que, sin tiempo ni oficio, hace lo que puede para que su libro llegue a manos del lector con más o menos trauma.
Peor es el que se autodenomina “editor” cuando en realidad se dedica a calcar normas rudimentarias de otras publicaciones. Y mucho peor es quien considera trabajar un libro es una dicha caída del cielo.
El oficio de editor se ha cualquierizado. Hace posible que muchos de nuestros libros salgan a la luz con imperdonables manchas técnicas, como pueden ser dejar en blanco tanto la contracubierta como las solapas; no incluir fichas literarias de los autores (y en su defecto publicar ridículos currículos de contenido extraliterarios), no otorgar los créditos de autor ni de edición; no respetar las sangrías, ni dar respiro al lector al pasar de una página a otra. En materia de antologías, las manchas impresas adquieren el triste destino del telar desprotegido, sobre todo, cuando los autores obtienen importantes premios (tanto nacionales como internacionales) y no se ilustra al lector sobre el tipo de material que tiene ante sus ojos.
Gente sobrevalorada, sin ningún tipo de preparación académica, no solo se autoproclaman “editores”, sino que “fundan” editoriales, viven de ellas y engañan a quienes creen que ellos son los encargados en universalizar lo que escriben.
A todos nuestros autores les pido respetar siempre el propósito fundador: debemos reinventar el oficio, de ese que marca lo que hacemos con el mismo aliento con que se enamora a una mujer hermosa.
Evitar manchas. Impedir la salida de textos que perjudiquen la imagen de sus autores.
Hoy, el libro ya no es una mercancía con valor de uso masivo; sus tiradas son cada vez más pequeñas y escasas; las empresas e instituciones se resisten a patrocinar o invertir en favor de los autores; la figura del editor independiente que predomina en nuestro ambiente debe olvidar un poco su afán de lucro y concentrarse más en alcanzar un adecuado prestigio en relación con los libros que caen en sus manos. Esos, solamente esos, son los retos. Lo demás vendrá por el camino, si es que llega.