El dedo en el gatillo

Los jardines colgantes de Babilonia

En el verano de 1975 no solo me gradué de abogado con honores en la Universidad de La Habana. Graduarme con honores, en aquel tiempo, no entrañaba diplomas, ni trofeos, sino el derecho a escalar la montaña más alta de Cuba, el Pico Turquino. Ese fue un año donde la Editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba publicó mi primer poemario, galardonado con la Primera Mención del Concurso “David” de poesía, el año anterior.

Sin darme cuenta, aquella primera obra, con tirada de cinco mil ejemplares, sería distribuida por una empresa estatal. Yo de librerías solo conocía los cuatro o cinco comercios que rondaban el entorno de mi vivienda, en el Municipio Plaza de la Revolución. Quiso la fortuna que la directora de la Distribuidora del Libro, en la capital cubana, fuera conocida. Semanas posteriores, me requirió en su despacho para informarme la distribución.

En la pared del frente a su escritorio yacía un mapa de la ciudad donde estaban marcados, con puntos rojos, la red de establecimientos a donde debían llegar todas las publicaciones emanadas de las editoriales cubanas. Me explicó que, como la tirada de mi libro era pequeña para aquellos tiempos, se destinarían mayores cantidades al interior de país junto a unos pocos establecimientos de los municipios Plaza, Regla, Marianao, La Víbora y Santiago de Las Vegas, por ser el pueblo donde mi padre registró mi nacimiento.

Salí de su oficina aun sin entender, pero un año después, los ejemplares destinados a esos municipios se agotaron. Imaginé que en el resto del país sucedió lo mismo. Me olvidé de aquella edición y me concentré en preparar mi segundo poemario que obtuvo Mención en el concurso “13 de Marzo” de la Universidad de La Habana en 1977.

Un vecino que cubría la ruta La Habana-Oriente, halló mi primer libro, en los estantes de una librería en la provincia de Holguín. Para darme una sorpresa mi madre le entregó algo de dinero para adquirirlo.

Años después, hallé en la estantería de una tienda perdida en los intrincados vericuetos de un paraje montañoso, y regados entre desodorantes, jabones de baño y pasta dental, varios ejemplares de mi primera obra. Al adquirirlos todos, el bodeguero sonrió: -

Usted sí que lee. Aquí a cada rato envían libros. Y el suyo, todavía no se ha agotado.

La vergüenza no me dejó responderle.

Un día descubrí que el gran poeta nicaragüense, José Coronel Urtrecho, no solo me había citado, sino que incluyó mi nombre como un verso en uno de sus poemas. Algo parecido sucedió con el poeta mexicano Jaime Labastida, quien celebró un texto de mi segundo poemario, sin yo conocerlo. Cito:

-¿Qué hacer, poetas impaciales, cuando llegue el octubre total de la palabra?

Cuando viajé a La Habana en 2015 para trámitar el permiso de salida de mi madre, en una librería del ultramarino pueblo de Regla, consumidos por el tiempo, yacían empolvados ejemplares de mi primer poemario.

En 1989, visité el Economato de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) Allí, y junto a publicaciones invaluables descubrí una pequeña cantidad de ejemplares de aquel recuerdo lejano de 1975, cuando era “feliz y documentado”. Y ese pequeño lote me permitió salir al mundo dominicano “por la puerta trasera”.

Esas experiencias dan una idea del alcance de una Distribuidora Nacional del Libro para inundar los espacios de todo tipo, con obras diversas sin necesidad del movimiento autoral de un sitio para otro, rogando la aceptación de sus obras, a consignación.

Cuando aquello, la lectura era una necesidad. Las filas en busca de novedades no eran pequeñas, y aún, sin una Distribuidora Nacional, libreros de Santiago de los Caballeros, Puerto Plata, Bonao, La Vega, San Pedro y San Francisco de Macorís, La Romana y Azua, entre otras provincias, se mantenían al tanto de las ediciones nacionales y llamaban a sus autores para requerir sus publicaciones.

A los gobiernos poco les importa la suerte de sus autores independientes, ni lo que escriben, y mucho menos, lo que leen. Creen que toda la cultura se limita al santo nombre de “identidad”. Solo buscan resultados a corto plazo sin mirar la tradición y la historia de un país. Hoy en Santo Domingo solo existe una librería que cobra impuestos a los autores aunque solo vendan cinco o diez ejemplares de sus copias. Es como lanzar al aire una moneda con dos caras y siempre quien la lanza va a ganar. El problema del libro dominicano es parecido a uno de esos conciertos al aire libre, donde se cobra la entrada, pero la salida se atropella. Aquí hay música a despilfarro para algunos. Los otros, que sueñen entrar al próximo concierto, si es que pueden.

En estas primeras décadas del siglo XXI, no hay libros, ni autores, ni lectura, y un pequeño olor a pasto para cabras. Sobreviven los malos autores.

¿Cuántas editoriales existen en el país? ¿Cuántas librerías pululan por nuestros barrios y pueblos? ¿Cuántas galerías acogen las muestras de los artistas locales? ¿Y las salas de teatro? ¿Y la música culta? ¿Y las bandas municipales? Bien, gracias.

Entonces, ¿en que parque es donde se venden flores?

Tags relacionados