Tragedia en el Jet Set: desde la poesía expresamos dolor y compasión

El profundo e indescriptible pesar que embarga a la República Dominicana, a su gente y, en espacial, a los familiares de importantes banqueros, funcionarios, médicos, artistas, técnicos del espectáculo y personas necesitadas de una esperanza, una nueva relación, un amor, un entretenimiento y un trabajo que perdieron sus vidas el pasado martes 08 de abril, 2025, en la discoteca Jet Set de Santo Domingo sólo lo ha intentado y podido expresar la poesía.

De dimensiones tan apoteósicas es el sentimiento de alma transida, de imaginación y pensar clausurados, que se sufre ante la pérdida de seres queridos; que se enmudece al intentar describir la aflicción: cómo desde dentro avasalla, obnubila y derrota.

Quizás sea a causa del denso misterio con que la muerte se viste y avitualla. O de la incapacidad humana para imaginar a donde irán las almas; cómo el cielo es, para las premiadas; o el infierno, para los temerosos del castigo. O de la imposibilidad de medir en dimensiones racionales la eternidad de la ausencia a la que apenas lo que fue vida asoma.

Josefina de la Torre, poeta, cantante lírica y actriz española, ante tal situación escribió: “Rondo por las oscuras paredes de mí misma, | interrogo al silencio y a este torpe vacío | y no acierto en el eco de mis incertidumbres”. Ausencia de auto seguridades en quienes, hasta confrontar la experiencia, se consideraron exonerados de experimentarlo. Sólo entonces se conoce y comprueba la fragilidad humana y la vigencia simulada del destino. Acaece como realidad terminante; se aposenta y perfila frontal, con ese irrebatible poder de argumento que a diario se pretendió regateársele.

Ante la agonía, las frase “Te acompaño en tu sentimiento”, “recibe mi sentido pésame” adquirieron valor de monedas devaluadas. Deseando decir mucho, terminaron expresando poco; incapaces de transmitir el fuego tectónico abrasante quemando las entrañas: el sabor de mundo sin espacio ni lugares.

También ocurrió en literatura. Pocos poetas han podido expresar esa rotura. Lo intentaron la poesía y uno de los géneros perdidos de la literatura: la consolación. Lucio Anneo Séneca escribió extensas cartas consolatorias a Helvia, a Marcia y a Polibio, personajes de importancia para él y la Roma del primer siglo. Son cartas maravillosas. Abordan la desdicha y fortuna desde diferentes ángulos y circunstancias. Dan cuenta del estertor y enclaustramiento interior ante pérdidas o desventuras. Para describirlos, Séneca necesitó muchas palabras, abundantes. Y cuantiosos razonamientos y silogismos, dejando evidencia del cristianismo que temprano licuaba hacia los romanos a través de una actitud: la compasión.

Consolar es compadecer, incluso a los más adinerados.

Al parecer, esta tribulación por duelo, negación y rebeldía ante la pérdida de los amados tiene un impacto tan colosal en el cerebro que, de inmediato, confirma su impotencia y, cerrándose a la posibilidad de admitir razones, incita a activar un predominio sensorial y de vacío que consume todos los recursos biológicos del ser.

Pocos han salido airosos al intentar expresar con exactitud este trance emocional, propio o ajeno, ante la muerte. Por eso debemos imaginar la aflicción, desasosiego y tribulación que están padeciendo los dolientes de quienes en ese ominoso día perdieron familiares y relacionados y mediante este escrito acompañamos.

Como la comprensión de la explicación biológica de la muerte no satisface el reclamo de certeza y trascendencia del espíritu, el hambre neuronal por definir su destino ante vidas superadas, engendra el desasosiego y se satisface sólo solicitando la piedad de Dios. Este dolor colisiona al ser en su integridad, descomponiéndolo. Quizás el gran poeta peruano César Vallejo pudo acercarse a describirlo, reconociendo, ante este esfuerzo, incapacidad. Transcribo a continuación su poema “Los heraldos negros” (1918). Quizás en algún fragmento suyo los dolientes de los fallecidos puedan encontrar algo de comprensión, de iluminación.

“Hay golpes en la vida, tan fuerte… ¡Yo no sé! | Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, | la resaca de todo lo sufrido | se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

“Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras | en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. | Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; | o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

“Son las caídas hondas de los Cristos del alma, | de alguna fe adorable que el Destino blasfema. | Esos golpes sangrientos son las crepitaciones | de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

“Y el hombre… ¡Pobre… pobre! Vuelve los ojos como | cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; | vuelve los ojos locos, y todo lo vivido | se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”

¡Paz a sus restos y que Dios acoja sus almas!

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